Editorial Diario El País
La Declaración Universal de los Derechos Humanos reconoce: “Todo individuo tiene derecho a la libertad de opinión y de expresión; este derecho incluye el de no ser molestado a causa de sus opiniones, el de investigar y recibir informaciones y opiniones, y el de difundirlas, sin limitación de fronteras, por cualquier medio de expresión”. “Por prensa independiente debe entenderse una prensa sobre la cual los poderes públicos no ejerzan ni dominio político o económico, ni control sobre los materiales y la infraestructura necesarios para la producción y difusión de diarios, revistas y otras publicaciones periódicas”.
Quién sabe si en esta época, bajo las realidades que se viven en muchas autocracias, dictaduras, e incluso en las democracias, de acoso a la libertad de expresión, haya mucho que celebrar. Allá en Washington–precisamente en la cuna de la democracia occidental– no cesa el enfrentamiento entre la Casa Blanca y los medios convencionales de difusión. El antagonismo ha enrarecido el ambiente. De forma tal que ha disminuido la credibilidad en lo que publican los diarios, pero también la confianza en la voz oficial. Por un lado se ataca a la “prensa embustera” y por el otro se mina constantemente la imagen presidencial. La prensa, considerada un institución sumamente influyente, lucha por mantener el respecto colectivo que ha disfrutado. El periodismo, a lo largo y ancho del globo, se ha convertido en una de las profesiones más amenazadas. Escalofriantes estadísticas de las víctimas a manos de fanáticos trogloditas como de atentados contra periodistas por el solo ejercicio de su vocación. En América Latina gobiernos autoritarios la han desfigurado totalmente. Estos regímenes despóticos ocupan una prensa sometida, inflar su desacreditada imagen recurriendo a monólogos interminables o a cadenas obligatorias, abusando de los canales oficiales o amordazando, por medio de leyes represivas, cualquier asomo de información imparcial o de cobertura objetiva e independiente. La persecución a intelectuales y a periodistas que no comulgan con el capricho oficial es implacable. La prensa y los periodistas corren mortal peligro asechados por el crimen organizado, la corrupción y la narcoactividad.
Aquí en el país los gobiernos –con sus altibajos– han sido relativamente respetuosos de la prensa como de la libertad de expresión. Sin embargo está pendiente la derogatoria de un artículo que recientemente agregaron –en raro frenesí de último momento– a las reformas del Código Penal que el propio gobierno se ha comprometido a revisar. Tema también para el debate público. Por ese resabio que tienen algunos políticos en su vorágine locuaz, de meter las extremidades y cuando lo que dijeron provoca una ráfaga de reacciones negativas, se quejan que es culpa de la prensa o que los tergiversaron.